Anatopismo

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EL CÍRCULO ROTO

ARMANDO BOIX

 



 

Item tempore eiusdem Inq. Supra. q. XI. n.º pape.

VI. idem frater nicholaus eymerici inquisi­tor et

arnaldus de busquet, ordenarunt publice barchinone

et comburi facerunt quemdam magnun et grossum

librum demonum inuocationum in. VII partes

dis­tinctus qui intitulant liber salomonis in

quo erant scripta sacrificia, orationes, oblationes, et

nepharia quem plurima fieri demonibus exultata.

Directorium inquisitorium.


 

Cuando Roger de Balasch, escribano del Santo Oficio, llegó al Hostal del Sol no le sorprendió encontrar su patio invadido por una muchedumbre de caballos, carromatos e infantes. Desde que saliera de Barcelona por el portal de Santa Eulalia no había dejado de cruzarse con muchachos cansados y polvorientos, con el hambre pintando sus rostros: nuevas levas de quintos llegaban desde Castilla para embarcar hacia alguna batalla lejana o, lo que era aún peor, para reforzar la guarnición de la Ciudadela o del castillo de Montjuich. Si algo empezaba a funcionar en España era el sistema de reclutamiento. Las campañas de Italia, las sublevaciones en las colonias y el actual conflicto con Inglate­rra no hacían sino engrosar una demanda siempre presente. Con toda su fama de monarca ilustrado, de protector de las ciencias y de las artes, Carlos nada había hecho por acabar con la guerra, un mal endémico que el país arrastraba desde hacía siglos.

El que ahora había acampado ante la posada y en el erial anexo, era un regimiento de fusileros, a juzgar por sus casacas blancas. Unos pocos limpiaban sus mosquetes o afilaban las bayonetas; la mayoría dejaba correr las horas fumando sus pipas a la sombra de una tapia o durmiendo con sus morrales a guisa de almohada. Un criado se acercó al recién llegado y le ayudó a desmontar.

-¿Llevo el animal a las caballerizas, señor?

-Hazlo. Seguramente me quedaré algunas horas.

Roger descolgó el portamantas de la grupa de su yegua y le entregó las riendas. Sorteó a los soldados con dificultad, cuidando de no molestarlos con un codazo accidental del que se pudieran servir para iniciar una disputa. Aunque todavía no conocía el color de las canas y aplicaba todo su vigor a las clases semanales de esgrima, un duelo con un gañán aburri­do, a parte de ser peligroso, resultaría ahora de lo más inoportuno. Entró en el hostal.

El contraste entre el sol del mediodía y la penumbra reinante en el salón le cegó unos momentos. Cuando empezó a recupe­rarse buscó a las personas con las que se había citado. El dueño limpiaba un mostrador mal compuesto por barriles y tablas, y alrededor de una mesa una cuadrilla de oficiales jugaba a las cartas. Entre mano y mano lanzaban procaces miradas a la mujer que, en un rincón, compartía con su marido una jarra de clarete. «Son ellos», se dijo el escribano al descubrir a la pareja.

Roger reconoció al caballero por la descripción que sus amigos de Palermo le habían hecho. Era algo cargado de espaldas y no parecía muy alto, aunque al estar sentado podía engañar. Vestía con discreción, como un burgués, con una casaca de pana negra sin bordados y camisa y corbata blancas. No llevaba peluca, sino recogía su cabello negro con una cinta tras la nuca. A pesar de ser joven -veintisiete años le habían dicho que tenía- resultaba curiosamen­te maduro al lado de su acompañante femenina. La muchacha, de una belleza infrecuente, no debía pasar de los dieciséis y acentuaba su aspecto casi infantil vistiendo una túnica suelta, de corte griego, según dictaba la moda.

 

Roger se acercó a su mesa y se descubrió, cuidando de componer con el sombrero un gracioso saludo.

-¿El señor Giuseppe Balsamo? -preguntó.

El aludido le observó de arriba a abajo.

-¿Quién lo pregunta?

-Alguien que desea limpiar la selva de lobos.

Balsamo sonrió y le invitó a sentarse con un gesto de su mano. Roger recogió la oferta. Dejó sobre la mesa el guardamantas.

-Soy Balsamo, en efecto. Ésta es mi esposa Lorenza.

-Encantado. Mi nombre es Roger de Balasch. Hace años que soy un poltrona­ti, desde que entré en conocimiento de nuestros primos de Sicilia. Resulta irónico, pero fue acompañando al inquisidor Andrada en su viaje a Roma como pude conocer a...

-No creo oportuno hablar de eso aquí -le interrumpió Lorenza.

Roger se ruborizó ante la amonestación. Se había dejado llevar por el entusiasmo, olvidando que no estaban solos. Se volvió hacia los oficiales. Inmersos en una disputa a causa de los naipes para nada habían atendido a sus palabras, comprobó aliviado.

-Perdonad.

-No hay de qué. A nadie le interesa nuestra charla sobre familiares lejanos -bromeó Balsamo-. ¿Habéis traído el libro?

Roger apoyó su mano sobre el guardamantas.

-Aquí está.

-Bien. Quizá sea hora de que nos retiremos.

Balsamo llamó al posadero, que acudió enjugándose las manos en el delantal.

-Decidme, caballeros.

-Debemos tratar unos negocios con mi amigo; pero el ruido de los soldados no nos deja charlar con tranquilidad. ¿Puede servirnos el almuerzo en nuestras habitaciones?

-Como gustéis. Tengo una sopa de cebolla y un cordero excelentes. Mi esposa os aparejará una mesa y en unos momentos podréis comer.

La muchacha y los dos hombres subieron las escaleras del hostal. En el primer piso, al final de un pasillo, tenían sus aposentos. Una vez dispuesta la comida y solos, reanudaron su conversación. Los ojos del italiano brillaban con una extraña fuerza. Roger se dio cuenta de que Balsamo le examinaba minucio­samente, como quien busca grabar algo en su memoria de forma indeleble. Si alguien era capaz de leer en el alma de los hombres, habría jurado que Balsamo era uno de ellos.

-Decíais ser un poltronati, primo Roger; pero, según aprecio, habéis decidido asumir mayores riesgos en bien de la causa. ¿Qué pasaréis a ser ahora, un scrutatori o un decisi?

-Lo que sea preciso, con tal de echar a los Borbones de estas tierras. ¿No buscáis vosotros lo mismo?

-Así es. Los carbonari nacimos para expulsar a los ejércitos extranje­ros de Italia, para acabar con su gobierno feudal y unificar la patria. Me sorprende hallar simpatizantes en el extranje­ro.

-¿Por qué? Hay muchos en Francia. También en Barcelona empezamos a organizar una choza, aunque somos pocos aún. Donde un rey se asiente sin la voluntad de sus siervos, donde haya esclavos y señores, donde un pueblo no sea libre de elegir su destino, allí habrá carbonarios.

-Tenéis entusiasmo, no lo dudo. ¿Pero creéis que vuestro plan servirá? Reconoced su excentricidad; tal vez fuera más seguro pagar esbirros humanos para realizar el trabajo.

-Lo hemos intentado muchas veces y siempre fracasamos. Ni acercársele pudieron. No nos queda otra alternativa. Aun al precio de nuestras almas el rey Carlos debe morir -afirmó Roger con determinación.

Balsamo se sirvió un poco de vino y lo paladeó pausadamente, como si no fuera un asesinato lo que ambos estaban tramando.

-¿Sabéis, Roger? Mi compromiso con la causa va más allá de la duda. Se me ordena hacer algo y yo pongo toda mi voluntad en cumplirlo... Somos soldados, aunque nuestros campos de batalla no sean los usuales. Sin obediencia no existiríamos ya. No obstante empiezo a pensar en la inutilidad de los métodos violentos. Matar a un hombre no soluciona nada, pues otro igual lo sustitui­rá mientras permanezcan las condicio­nes que lo crearon. Las ideas, el conocimiento, la labor de filósofos y científicos puede hacer mucho más por cambiar el mundo que el golpe de una daga. Fíjate en los enciclopedistas. Ése puede ser el germen de una verdadera revolución, no los conciliábulos de las sociedades secretas. -Viendo el desconcierto frunciendo la expresión del escribano, Balsamo se apresuró a tranquilizarle-. No temáis. Mis reflexiones en nada conciernen a lo que aquí me trae. Os ayudaré, pues así lo piden mis superiores. Al conquistar Nápoles y Sicilia con la ayuda de las tropas españolas Carlos firmó su sentencia de muerte. Nada que hiciera después, ni siquiera su abdicación, le redime. Los carbonari no perdonan. Mostradme el libro.

Roger desenrolló la manta y les mostró un enorme volumen, de media vara de alto, con cubiertas de madera y hierro. Balsamo acarició sus relieves, mientras a sus ojos aso­maban la admiración y el deseo.

-¡El Liber Salomonis! ¡Lo habéis conseguido de verdad! Al encargarme esta misión creí que nuestros amos, los Grandes Iluminados, desvariaban por una vez. ¿Cómo es posible? Lo dábamos por perdido; pensábamos que Eymerich lo había destruido en el siglo XIV.

-Según parece el inquisidor opinaba que para mejor combatir al enemigo hay que estudiar sus armas. En el auto de fe de Barcelona en que lo mandó quemar debieron arrojar a la pira una copia, pues éste y otros textos de nigromancia permanecieron guardados en sus dependencias del salón del Tinell. En el siglo XVI, cuando el palacio se transformó en Real Audiencia y la Inquisición hubo de mudarse, todos los viejos libros prohibidos acabaron arrumbados en un sótano de la cárcel de sacerdotes, en la calle de la Palla. Hoy el Santo Oficio se preocupa más de perseguir las obras de Diderot y Voltaire que de hechicerías. No me ha sido difícil robarlo; mi condición de escribano me abre todas las puertas. Probablemente nunca descubrirán su ausencia.

-Lorenza, traedme luz -pidió Balsamo.

Abrió el libro con delicadeza, con la ternura con que se acarician los amantes en su primer encuentro amoroso. La muchacha le acercó un candil y el italiano lo tomó de su mano, levantándo­lo por encima de las páginas.

-Sí, es él. No cabe ninguna duda. Se trata del más antiguo y perfecto tratado de magia negra conocido. Lo recopiló Raimundo de Tárrega. Después cualquier cosa que se haya escrito sobre la materia carece de utilidad -explicó, volviéndose a Roger y a su esposa-. Libros hoy famosos y por los cuales muchos pagarían una fortuna, como el Libro de San Cipriano, La Clavícula de Salomón o el Grimorium Verum, sólo son copias deformadas, fragmentarias y equívocas, cuando no simples imposturas de falsificadores. Prácticamente era imposible realizar un verdadero Ritual de Potencia basándose en esos textos. Pero ahora tenemos el original.

Fue pasando las páginas poco a poco. Movía los labios mientras leía y su dedo iba siguiendo los renglones, asegurándose de no perder detalle. De pronto se detuvo. Roger comprendió, por el movimiento de sus ojos, que repasaba una y otra vez un mismo párrafo.

-Aquí está. Éste es el encantamiento necesario: «Sobre cómo invocar a los espíritus del aire para vengarte de quien te haya hecho algún mal». Veamos...

-¿Entendéis las instrucciones? ¿Podréis reproducirlas? -preguntó Roger con ansiedad-. Estudié su contenido por mi cuenta y nada logré. Usa palabras y expresiones que no comprendo. Aquí, por ejemplo, dice: «Trazad en el círculo interior el nombre del ángel de la hora. Después el sello del ángel de la hora. En el círculo externo escribiréis los nombres de los cuatro espíritus que presiden el aire». ¿Cuales son esos nombres? En ningún lugar del libro los cita. Me aseguraron nuestros superio­res que vos comprenderíais. Habéis estudiado con alquimistas y viajado a Egipto, dicen...

-No os preocupéis. Puedo hacerlo. La oscuridad de los textos herméticos es premeditada: un seguro contra los curiosos. Decía Agrippa que aquel que quiera conocer los secretos debe saber primero guardarlos silenciosamente; ha de sellar lo que debe ser sellado y no dar lo que es sagrado a los perros. El poder acarrea responsabi­lidad y sólo puede trasmitirse al que esté preparado para recibirlo. Los encantamientos encerrados en el Liber Salomonis son peligrosos en extremo; pueden, incluso, volverse contra el ejecutante si éste es inexperto. Los espíritus no sirven por propia voluntad a los hombres, sino forzados por sus encanta­mientos; así, aunque de naturaleza inmaterial, gustan de adoptar formas terroríficas, con la esperanza de que el hechice­ro, espantado, abandone sus protecciones mágicas y se ponga a su merced.

-No tendré miedo -afirmó Roger, seguro de sí mismo.

-Lo tendréis; yo siempre lo tengo. Aseguraos de que los demás miembros del cónclave sepan dominarse. ¿En dónde os reunís y cuántos sois?

-En la calle Petritxol. Reconoceréis la casa porque tiene una máscara de piedra esculpida en su fachada. Respecto a nuestro número, sumamos una docena, contándome a mí.

-Serán suficientes, creo. La voluntad es la palanca que la magia usa para violentar a la naturaleza. Hemos de sumar mucha fuerza para una empresa de tal envergadura.

-¿Cuándo podremos ejecutar el maleficio?

-Dentro de dos días. El sábado próximo, al toque de vísperas.

-Estoy impaciente.

-Antes he de estudiar el libro con detenimiento y reunir los elementos imprescindibles. Hoy no podré hacerlo. Lorenza y yo tenemos una invitación insoslayable.

-¿De alguien que yo conozca? -preguntó con curiosidad el escribano, levantándose y recogiendo el portamantas.

-¡Y tanto que lo conocéis! Pero nunca imaginaríais de quién se trata, os lo aseguro.
 

 

Aunque el decreto de Nueva Planta, de 1716, había reformado la administración, haciendo que muchos cargos de cariz colonial fueran sustituidos en Cataluña, en la práctica poco había cambiado, salvo en el nombre. El nuevo capitán general de la plaza, que unía a sus poderes militares otros de carácter civil, en nada se distinguía del antiguo virrey. Incluso ocupaba su mismo palacio, junto a la catedral de Santa María del Mar.

En los último años las concesiones comerciales y la actitud emprendedora del capitán general marqués de La Mina habían suavizado la animadversión de los barceloneses hacia sus gobernantes. A su muerte, sin embargo, su sucesor, Ambrosio Funes de Villalpando, conde de Ricla, no había sabido rentabilizar la herencia recibida, volviendo los viejos rencores. Administrador discreto, se limitaba a cumplir con sus deberes sin iniciativa alguna. No estaba para quebraderos de cabeza este noble de ilustre estirpe, más amigo de los bailes de máscaras y del teatro que de emular a sus antepasados. Pisar las calles para descubrir la realidad de la ciudad siempre resultaba arriesgado; mucho mejor era seguir la costumbre de la aristocra­cia local, que solía rellenar sus ocios con intermi­nables sobremesas donde se empalmaban, entre cotilleos y juegos, una tras otra todas las comidas del día.

A una de estas reuniones habían sido invitados Giuseppe Balsamo y su esposa.

El mago, médico y pintor llegó a Barcelona desde Aix-en-Provence, con una recomendación para el barón de Maldà, que precisaba los servicios de un retratista. No le habría hecho falta tal documento; a Maldà le bastaba el prestigio de disponer de un artista italiano y poder pasearlo por los salones. Un extranjero venido de Francia era una fuente de noticias siempre bien venida en las tertulias del capitán general.

-Recordad -insistió por tercera vez el barón, mientras subían las escalinatas del palacio-. Su Excelencia no gusta de conversa­ciones profundas. La filosofía está desterrada. Sienta a su mesa ilustres doctores de la Academia; pero sólo por el brillo que confieren. Hablad de encajes y pedrería, de viajes, de música, de alguna batalla victoriosa para nuestras banderas... Si la sabéis podéis introducir también alguna historia picante. Y vos, mi querida Lorenza, no dejéis de sonreír: aparecen en vuestras mejillas unos graciosos hoyuelos que seguro encantarán al capitán general.

El chambelán les anunció al cruzar el umbral del inmenso comedor. Se congregaba en su interior una treintena de personas elegantemente vestidas y tocadas en su mayoría con pelucas empolvadas. Charlaban entre sí, bebían y pellizcan los manjares que guarne­cían la mesa. Sin que nadie bailara, un joven interpre­taba al clavecín una gavota, de cuya partitura pasaba las páginas una anciana. No apartaba la vista de las hermosas facciones del músico.

El capitán general enderezó su peluca al ver entrar a los nuevos comensales. Su nariz cárdena delataba una afición más que común a las bebidas espiritosas.

-¡Ah! ¡Ya os extrañábamos! ¿Sabéis que hacía una semana que no pisabais mi casa?

-Estaba ocupado, Excelencia. Debo posar para el retrato.

-Sí, es verdad; me lo habíais comentado. ¿Vuestro acompañan­te es el artífice? Bálsamo, decíais que se llamaba...

-A vuestros pies, Excelencia -dijo el italiano, adelantándose y brindando una reverencia.

El conde de Ricla contempló, sin disimular su interés, a Lorenza.

-¿Y la muchacha? Es una nota de frescura en esta reunión de rostros conocidos. Perdonad, caballeros -añadió volviéndose a los invitados-; pero no mostráis el más mínimo ingenio: siempre contáis las mismas historias. Podríais añadir algo nuevo, aunque fuera una invención, como hace el buen marqués de Alós cuando nos narra sus hazañas de cama.

Los presentes rieron cortésmente. Incluso el aludido soltó una carcajada, pese a su sonrojo.

-Es la esposa de Balsamo, Excelencia -explicó el barón.

-¡Tan joven! Sois afortunado, amigo mío... Creo que estamos siendo descorteses. ¿Queréis comer algo en especial?

-Ya lo hemos hecho, Excelencia -respondió Balsamo.

-Entonces tomad el postre. Probad estas ciruelas confitadas; son excelentes. Por favor, poneos cómodos. Aquí, niña; a mi lado.

El conde hizo levantarse a un oficial y ofreció su silla a Lorenza. La muchacha miró a su marido, que le hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Algo turbada se sentó junto a su anfitrión.

-Si antes os quejabais de la monotonía de nuestras conversa­ciones -dijo el barón-, ahora tenéis aquí un viajero infatigable que seguro podrá explicar curiosas aventuras.

-¿Ah, sí? ¿De dónde sois, exactamente?

-De Palermo, Excelencia.

-¡Palermo! Así pues fuisteis súbdito de nuestro amado rey. Algo tenemos en común, después de todo. ¿Y luego? ¿Qué tierras habéis visitado?

-Estuve en Egipto y Malta con mi maestro Altotas, y en los últimos tiempos he recorrido el norte de España y algo de Francia.

-¿Vuestro maestro Altotas? ¿Es un pintor? No me suena.

El que había intervenido era el oficial despojado de su asiento. Tan trivial incidente no parecía haberle puesto de muy buen humor. Se atusaba sus rubios bigotes con gestos nerviosos, de impaciencia. No sólo el color de sus cabellos, sino también su piel pálida y el azul de sus ojos daban noticia de su sangre extranjera.

Alejandro Brismée, que a ese nombre respondía, era un valón de la guardia personal del conde de Ricla.

-Era un alquimista.

-¡Herejía! -exclamó el oficial, asombrado.

-¿Por qué? En mi práctica del Gran Arte no he obtenido mayores logros que un ungüento para la piel y un tratamiento que concede al lino el aspecto de la seda. Y aunque hubiera conseguido algo milagroso, como la piedra filosofal o el elixir de la eterna juventud, ¿no alabaría esto, más que ofender, la maravilla del mundo creado por Dios? ¿O creéis a los hombres tan poderosos que pueden actuar al margen de los planes divinos?

-Giuseppe -susurró el barón de Maldà por lo bajo-, os lo advertí...

Brismée contestó, haciendo gala, más que disimular, de su enojo:

-Me habláis de doctrinas luteranas. Como todos sabemos, y Nuestra Santa Madre Iglesia nos enseña, Dios nos concedió libre albedrío, incluso para poder pecar.

-¡Caballeros! ¿Tan hermosas damas alrededor y nuestro pensamiento perdido en los cielos etéreos? -medió el conde de Ricla, deseoso de huir de controversias que no entendía plenamen­te y por tanto intuía peligrosas-. Bebamos de este tinto; incluso sin bendecir es una gloria divina.

A partir de ese momento la reunión transcurrió por cauces más plácidos. Balsamo explicó su reciente peregrinación a Santiago, el cirujano Marcet los planes para la beneficencia del convento de los Capuchinos y la condesa de El Arenal los cotilleos de la corte, que su marido había traído consigo tras su viaje a Madrid. El valón no intervino de nuevo en la charla y se limitó a pasear por el salón, haciendo chascar la espada en su vaina, aspirando rapé y lanzando furiosas miradas al italiano. Nadie parecía dispuesto a interrumpir la tertulia hasta que el conde de Ricla ahogó un bostezo con el dorso de su mano. El marqués de Alós interrum­pió una frase a medias, sabedor de que aquel gesto era habitual en el capitán general cuando quería llamar la atención. Una vez dirigieron todos sus miradas hacia él, dijo el conde:

-Mientras los criados rehabituallan la mesa, ¿por qué no pasamos a la cámara vecina? Me acaban de traer un nuevo juguete y sin duda atraerá vuestra atención. Le llaman billar.

Los invitados fueron levantándose y abandonaron la sala. Lorenza iba a seguirles, pero el conde la retuvo a su lado.

-Aguardad, querida. Antes tengo que entregaros algo.

-¿A mí? -preguntó confundida.

-Sí. Acompañadme, por favor.

Antes de abandonar el salón por la puerta opuesta a la usada por los demás, Lorenza se volvió, buscando a Giuseppe. Éste había salido ya, sin darse cuenta de lo que sucedía. Siguió al conde a las escaleras y subieron a un piso superior, hasta un camarín oval que decoraban lujosos muebles, bronces clásicos y enjutas con frescos mitológicos. La desnudez, advirtió la joven, era el tema predominante.

-Observad -dijo el conde de Ricla. Tomó un cofrecillo de una cómoda y levantó su tapa. Contenía un collar-. Perlas. Traídas por nuestros barcos desde las Filipinas. Son vuestras.

-No creo haber hecho nada para merecerlas -replicó Lorenza, con una mezcla de deseo y temor, sin atreverse a tocar la joya que el conde le alargaba.

-Aún estáis a tiempo.

El conde arrojó el cofre e intentó abrazar a Lorenza. Lo precipitado del gesto casi la pilló desprevenida; pero no lo bastante. Pese a su apariencia inocente, la muchacha se había criado en el pasaje de la iglesia de la Trinità dei Pellegrini, uno de los barrios más pobres de Roma; nada podían enseñarle sobre la vida. Se deslizó de entre sus brazos antes de que consiguiera estrechar la presa. Corrió hacia la puerta. El conde la alcanzó al mismo tiempo y apoyó su mano sobre la hoja, inmovilizándola con el peso de su cuerpo. Sujetó su cintura.

Lorenza buscó con sus uñas los ojos del conde. Sorprendi­do, reculó unos pasos. Soltó muchacha y puerta, y con el brusco retroceso la peluca resbaló sobre su cara, cegándolo. Cuando consiguió devolverla a su sitio la joven había salido.

Lorenza regresó velozmente al comedor, donde encontró a su esposo buscándola. Al fondo se oía chascar las bolas y los joviales comentarios de los invitados. Aunque Balsamo poseía una clara inteligencia no hubo de abusar de ella para deducir, de la respiración entrecor­tada de su mujer y del rostro sudoroso del capitán general, que ahora entraba en el salón, lo sucedido.

-Giuseppe, por favor, llévame a la posada. No me encuentro muy bien.

Balsamo contuvo a duras penas su ira. Su mano se crispó, deseosa de volar hacia la empuñadura de su espada. Tragó saliva. Nada podía hacer. Por encima del conde de Ricla sólo estaba el rey. Era intocable. No haría ningún bien a Lorenza provocando al capitán general; más bien todo lo contrario: podía ser la perdición de ambos. Inclinó la cabeza, pues sabía que si miraba al conde a los ojos no podría reprimirse.

-Excelencia, perdonadnos; tenemos que irnos. Mi esposa parece encontrarse enferma; tal vez algo en el aire de vuestro palacio no le sienta bien.

Pasaron ante el conde de Ricla, que no pronunció palabra. Les contempló marcharse con expresión indiferente. Conociéndolo cualquier persona les habría dicho que aquella frialdad sólo podía suponer problemas.
 

 

Roger de Balasch compró una taza de agua con anís a la vendedora ambulante y mientras la bebía observó las ventanas del palacio del virrey. Había movimiento tras los cristales. Mientras duraran los tributos de un pueblo que rehuían, los nobles se refugiarían en sus fiestas, encerrados en jaulas de mármol y rocalla, rodeados de espejos para multiplicar sus ademanes. No eran, a fin de cuentas, más que siervos de la imitación mutua, pensó amargamente.

Por suerte todavía había gente con voluntad de luchar, de negarse a hincar la rodilla y recoger las golosinas que los gobernantes concedían. El escribano repaso en su cabeza la lista de los primos. Debía avisarles de que todo andaba por buen camino. La fecha estaba fijada.

Devolvió la taza a la anisetera. Rodeó la catedral y se dirigió al Fossar de les Moreres. Bajo esa calle semicircular yacían los cuerpos de los patriotas caídos durante el asedio de la ciudad. Ahora, a la sombra de los vencedores, incluso su memoria se pretendía enterrar, convertida la sepultura en una congregación de tiendecillas y pequeños talleres de artesanos.

Entró en una sombrerería y esperó a que el empleado atendiera a su único cliente. Servido, el caballero dejó el establecimien­to. Roger se adelantó hasta el mostrador.

-El sábado, con las vísperas, cazaremos al Gran Lobo.

No dijo más, ni el dependiente demostró sorpresa ante la extraña frase, pues asintió con una sonrisa en los labios.

Roger volvió a la calle y caminó en dirección al puerto, deteniéndose, de cuando en cuando, en una taberna, un almacén o un taller. Siempre pronunciaba las mismas palabras, e idéntico gesto alegre recibía a modo de respuesta. Sólo uno, abordado ante el altar de San Justo, añadió algo, al tiempo que se santiguaba:

-Dios perdone nuestros pecados.

Era noche cerrada y los golpes sonaron en la puerta del Hostal del Sol con una imperiosidad que a ningún viajero rezagado correspondería. Bálsamo levantó la vista del Liber Salomonis y miró a Lorenza. Había dejado de coser y un súbito temor se asomaba a sus ojos. El posadero dormía, desde hacía un buen rato; tardaría en abrir. El italiano corrió a soterrar el libro entre la pila de ropa remendada por su esposa. No era un buen escondi­te; pero no podía improvisar uno mejor en una habitación extraña.

Los golpes volvieron a sonar.

-¡Ya va! ¡Ya va! -se oyó mascullar al posadero.

Ruido de barras al desatrancar la puerta; voces hablando ininteligiblemente. Pasos. Crujir de escalones.

Balsamo tomó la espada del arcón y la depositó encima de la mesa, bien a mano.

Llamaron a su habitación.

Abrió la puerta y se encontró con un oficial de la Real Audiencia. No llegó a preguntar nada. El oficial le hizo a un lado de un empujón y se plantó en el interior de la estancia. Tras él entraron dos agentes más y un viejo conocido de Balsamo: Alejandro Brismée, feliz y arrogante, como un gato bien alimenta­do. El valón se despojó de sus guantes de cabritilla con gestos medidos, de una displicente elegancia.

-No es educado presentarnos a estas horas, lo sé; sin embargo el deber a veces se impone a la cortesía. Proceded.

El oficial rompió el sello de un papel que traía enrollado, lo extendió y leyó en voz alta:

-Lorenza Feliciano, en virtud de los poderes conferidos por el rey, quedáis arrestada bajo cargo de amancebamiento, corres­pondiendo a esta Real Audiencia impartir justicia, según dicten las leyes de Castilla. -Alargó el documento a la muchacha-. Serviros de acompañarme.

Lorenza se aferró a su marido.

-¡Estáis locos! -exclamó Balsamo, furioso- ¿Qué tontería es ésta? ¡Responded!

-Habéis oído los cargos. ¿Hay algo que no entendáis? -dijo el valón, medio volviéndose. Se dirigía hacia la puerta e interrum­pió su camino, con sorpresa e irritación. No parecía dispuesto a aceptar la más mínima resistencia.

-No comprendo que desperdiciéis vuestro tiempo en bromas de esta clase. ¿Amancebamiento? Lorenza es mi esposa. Nos casamos en Roma ahora hará un año.

-¿Podríais probarlo? No afirman eso las denuncias recogidas. Y aún hemos recibido alguna de más gravedad; no obstante, la hemos ignorado, en atención a nuestro mutuo amigo el barón de Maldà. No desea verse privado de su retratista. Hacedme caso, Balsamo: no es propio de caballeros vivir de los encantos de sus mujeres.

Seguramente lo único que perseguía con sus palabras era provocarle; Balsamo mordió el anzuelo. Se lanzó hacia la espada. Todavía no la había afirmado en su mano, ni se había puesto en guardia, y el valón, con un rápido molinete, ya le tenía desarma­do.

-Llevaos a la mujer -ordenó Brismée, dirigiéndose a uno de los oficiales-. Y vos, mi pequeño italiano, no esperéis que me rebaje a batirme. Los de vuestra calaña sólo merecéis una clase de tratamiento.

A un único gesto, los dos oficiales restantes se adelantaron en dirección a Balsamo. No era un luchador y apenas si se cubrió con los codos para evitar sus puñetazos. El primer golpe, en la boca del estómago, dolió, pero no fue definitivo. Luego sintió estallar su cabeza. No hubo más.
 

 

Notó el frío en sus sienes, la humedad, la suavidad de un paño recorriendo su cara. Le escocía la coronilla, aunque aquello no era nada, en comparación con el latido sordo que parecía reverberar entre las paredes de su cráneo, expan­diéndolo hasta los límites de lo soportable. Recordó. Lorenza precisaba ayuda. Abrió los ojos. El posadero lo había arrastrado hasta la cama y lavaba su rostro. Sobre la mesilla una jofaina llena de agua rosada; agua teñida con su sangre. Probó a incorporar­se y sus brazos tembloro­sos no respon­dieron. Esperó unos segundos, rogando para que el dolor se apaciguara.

-¿He estado mucho tiempo inconsciente?

-Bastante; quizá una hora o más.

Intentó sentarse de nuevo y el posadero le ayudo. Fue mucho más fácil; incluso consiguió ponerse en pie. Llegó hasta la pila de ropa y escudriñó su interior. El libro seguía allí. No habían registrado el dormitorio. Una vez encontraron lo que venían a buscar no se habían entretenido más. Como pudo, resistiendo el dolor que le agarrotaba, se colocó la casaca.

-¿Tenéis algún caballo en el establo? Dejádmelo, por favor.

-No sé si debo...

-En el arcón, junto al resto de mis cosas, encontraréis una bolsa de oro. Será mi fianza; tomadla si no regreso.

-Está bien, caballero. Despertaré al criado para que prepare una montura.

Apenas tardó el muchacho en guarnecer el caballo. A la urgencia del italiano cualquier lapso le parecería una eternidad, pero no llegaron a transcurrir más de diez minutos antes de encontrarse galopando camino de Barcelona.

Pocos años atrás a Balsamo le habría sido imposible entrar en la ciudad en plena noche; ahora las murallas estaban rotas por muchas partes, como en la Rambla de Santa Mónica, donde sus sillares habían sido arrancados para usarlos en la construcción del puerto. Por allí pasó, sin frenar su carrera, para sorpresa de coimas, jaques y capeadores, únicos paseantes de las callejas en sombras.

Sólo tiró de las riendas a la altura del palacio del virrey. Dos alabarderos guardaban el portal. Le observaron con preven­ción, y aún más cuando desmontó y se acercó a ellos. Aferraron sus lanzas con fuerza.

-¡Alto! ¿Dónde vais?

-Debo ver al capitán general.

-No recibe a estas horas. Se encuentra en sus dependencias privadas. Volved mañana.

-Es urgente.

-Dadme, pues, vuestro mensaje, que yo lo trasmitiré a quien competa.

-Por Dios, no me hagáis discutir; no tengo tiempo. Necesito hablar en persona con el conde de Ricla.

-Marchaos. Si insistís llamaré al retén y acabaréis de pasar la noche en los calabozos.

Balsamo intentó abrirse paso por la fuerza, cosa que difícil­mente habría conseguido incluso sin encontrarse maltrecho por los golpes. Sin embargo armó el suficiente alboroto. Las ventanas del palacio se iluminaron.

-¿Qué sucede ahí abajo? -tronó una voz.

 

Los guardias palidecieron. Imaginaban toda la cólera del capitán general sobre sus espaldas. Balsamo retrocedió, poniéndo­se a la vista. Confiaba en que la débil iluminación de los candiles de aceite bastara para hacerle reconocible.

-Soy Giuseppe Balsamo, Excelencia. Atendedme, os lo suplico. Debéis mediar por mí; se está cometiendo un gran error.

La silueta recortada en el vano permaneció inmóvil y silencio­sa por unos instantes, como pensando. Después se inclinó hacia delante y gritó:

-Abrid las puertas. Que este hombre sea conducido a mi presencia.

Los alabarderos no dudaron, pese a lo inusual de la petición. Jamás el capitán general había atendido a nadie a aquellas horas. Uno de ellos desanudó la llave del cinto y la introdujo en la cerradura. El pesado mecanismo retumbó en la plaza vacía.

-Pasad y seguidme -dijo el guardia.

Balsamo obedeció, con un apresuramiento que su guía no parecía compartir. Le dejó en una antecámara. Poco después se presentaba el conde de Ricla, acompañado por Brismée. El primero se cubría con un batín y traía su calva cabeza desnuda; en cambio el valón ni se había despojado de su espada. Sin duda le estaba esperando.

-Me contaba mi fiel Alejandro vuestras objeciones al arresto de Lorenza. En este reino el amancebamiento es delito. ¿Lo olvidabais?

Balsamo empezaba a comprender que todo aquel asunto no se fundaba en una equivocación: le habían atacado con plena conciencia. El capitán general se vengaba así del rechazo de Lorenza a sus proposiciones. No cabía otra explicación.

-Excelencia, dejad de mortificarme. No hay fundamento para esa detención; ambos lo sabemos. Usáis las leyes como os servís de ese perro de Brismée: para vuestro exclusivo provecho.

-Vigilad vuestras palabras...

-Decidme el precio por la libertad de Lorenza.

El conde de Ricla soltó una carcajada ante la proposición de Balsamo. No podía creerlo.

-Os podríais ganar la vida como bufón mucho mejor que pintando o vendiendo emplastos. Miraos, pobre villano de calzones raídos. ¿Vos tenéis algo que pueda interesar al hombre más poderoso de Cataluña?

Balsamo no contestó. Luchaba con su conciencia, contra sus principios. Había hablado precipitadamente; sin pensar en sus palabras, movido por la ansiedad y el miedo. Conocía mil relatos de horror sobre los calabozos de la torre de San Juan. Si le hubieran detenido a él sería diferente. Ni la cárcel ni la tortura le asustaban; podía resistir cualquier cosa. Pero Lorenza...

-Respondedme -insistió el conde, regodeándose en su confusión, paseando a su alrededor como quien examina un curioso hallazgo-. ¿Qué me ofrecéis?

No tenía opción. Toda su vida se maldeciría por aquello, estaba seguro. Balsamo habló:

-Doce conspiradores y un plan para asesinar al rey.

El conde dejó de dar vueltas. Lo había oído, sin duda alguna. Buscó apoyo a su desconcierto en Brismée y de nada le sirvió, pues demostraba idéntica sorpresa. Cuando consiguió pronun­ciar algo sólo fueron frases entrecortadas:

-Eso que decís... No sé si... -Hizo un esfuerzo por dominarse y ordenar sus ideas-. Vayamos a sentarnos a mi gabinete; será mejor.

Fueron al saloncito en el que despachaba con oficiales y magistrados de la Audiencia. El capitán general pidió al italiano más explicaciones, ofreciendo toda clase de garantías sobre la puesta en libertad de Lorenza. Balsamo no guardó detalle: el encargo de los Grandes Iluminados, su encuentro con Roger de Balasch, el robo del Liber Salomonis... Su voz había adoptado un tono monocorde, carente de toda expresión, como el de quien repite de carrerilla algo memorizado superficialmente, sin penetrar su significado. Balsamo intentaba alejar de sí sus sentimientos. Concluir aquella traición no resultaba fácil; era un arma eficaz sentirse ajeno, fabular que el delator de sus compañeros era otro.

El conde escuchó atentamente y tomó nota. No se atrevía a acabar de creer en aquella historia. Una conjura mágica contra la Corona. Sonaba demasiado fantástico, a pesar de su coherencia; con anterioridad le habían informado de las audaces acciones de aquella sociedad secreta, los carbonarios, y les sabía capaces de cualquier cosa. Habían empezado a organizar­se una década atrás y sus miembros ya se contaban por millares. Se infiltraban en todos los estamen­tos, sirviendo cada uno a la causa según sus posibilida­des, desde el colaborador económico al activista armado. Silencio y obediencia eran sus consignas y eran capaces de seguirlas hasta la muerte, con el único objetivo de acabar con la tiranía. Nunca, sin embargo, habían actuado en España; al menos de forma descubierta.

Entraba en lo posible que todo fuera una invención, una estratagema improvisada para conseguir la liberación de Lorenza; a fin de cuentas sólo le había entregado un nombre, el del escribano del Santo Oficio, una fecha, una hora y un lugar. Valía la pena arriesgarse, pensó. La apuesta era mínima y grande la ganancia. ¿Que Balsamo y su mujer escaparan y perdiera su pequeña venganza? Desmantelar un grupo de esas características podía significar no sólo fama y honores, sino el favor perpetuo del rey, que parecía decantarse en exceso por sus consejeros italianos.

El conde guardó el papel donde había anotado la declara­ción de Balsamo y tomó otro de una carpeta. Garabateó unas líneas, lo dobló y se lo entregó al valón.

-De acuerdo -dijo-. En bien de la paz del reino retiraré los cargos contra Lorenza Feliciano. Acabo de redactar la orden de libertad. El caballero Brismée la llevará a su prisión, en la Ciudadela, y se encargará personalmente de que la joven regrese a vuestros brazos. Id tranquilo; esperadla en la posada. Y vos, Alejandro, daos prisa en obedecer mis órdenes.

Tras saludar marcialmente a su superior, el oficial dejó el palacio y se dirigió a pie hacia la fortaleza, con cuatro soldados como escolta. Por el camino leyó las instruccio­nes del capitán general. No las pudo encontrar más de su agrado:

«Sacadla de la celda y devolvédsela a Balsamo; nadie podrá acusar al conde de Ricla de no cumplir su palabra. Pero antes aseguraos de que esa zorra italiana aprenda para qué vale un hombre. Con un poco de suerte Balsamo deberá cargar con un bastardo rubio como vos».
 

 

Amanecía. Los campos se despojaban de lutos y recobraban los colores. El mundo posee una mágica serenidad en esas horas: el que marcha a sus ocupaciones aún no se ha sumergido en el tráfago diario; el que regresa de una noche dispendiosa y de venéreas hazañas contempla con añoranza una cama donde no se le exija lucimien­tos; el que ha velado a un enfermo recibe la nueva luz con alivio, esperando que el día aplaque la crisis definiti­vamen­te... Balsamo, por el contrario, no podía sentirse tranqui­lo. El amanecer era un paso más en las muchas horas de inquietud; de aguardar, abocado a la ventana, un ruido, una sombra, cualquier señal del regreso de Lorenza. Se retrasaba demasiado. ¿Habría sucedido algo?

Entonces apareció. Al tiempo que el sol rompía las nieblas matutinas, un coche de caballos se perfiló al final del camino. Delante, encapotado, iba el conductor; detrás dos figuras: el oficial valón y una mujer, cubierta así mismo con manto y capucha.

El vehículo entró en el patio de la hostería. Dio media vuelta, encarando de nuevo la carretera antes de detenerse. Balsamo había bajado precipitadamente las escaleras y llegó a ver cómo el oficial arrojaba a la mujer de un empujón fuera del coche. Alcanzó su cuerpo postrado maldiciendo al soldado que ya se alejaba. Oyó a Lorenza llorar. La abrazó y la ayudó a sentarse. Bajó su capucha. Un gemido escapó de la garganta del italiano.

Intentando que no la mirara, Lorenza volvió su rostro estragado por las lágrimas; mojones de sangre reseca en labios y mejillas señalaban los golpes recibidos. Balsamo la estrechó con más fuerza si cabe y sintió temblar el cuerpo menudo.

-¿Han...?

-Sí.

Lorenza continuaba cabizbaja. Tomó su barbilla y la obligó a levantar la mirada. Sus ojos suplicaban perdón, perdón por algo de lo que no era en absoluto culpable, como Balsamo sabía perfectamente. La rabia, que había envenenado sus pensamientos tras descubrir las marcas en la piel de Lorenza, quedó sustitui­da por una inmensa ternura.

-Vámonos, Giuseppe. Regresemos a Roma con mi padre -dijo la muchacha, intentando reprimir sus sollozos.

-No. Ahora menos que nunca. -Balsamo parecía singularmente calmado. Acunó a Lorenza entre sus brazos, mientras besaba sus cabellos, sus párpados, su boca herida-. Aún tengo un maleficio por lanzar.
 

 

Roger de Balasch ojeó varias veces a sus espaldas. Había creído que le seguían, aunque no estaba seguro. Después de dar un rodeo por las callejas cercanas a la plaza del Pino perdió al misterioso embozado. Tal vez fuera un noctámbulo más, dirigiéndo­se a una cita amorosa; quizá -llegó a pensar incluso- se tratara de un ánima en pena escapada del cercano osario para ciegos. Las campanas de la catedral llamaron a vísperas. Avivó el paso.

Desde la boca de la calle Petritxol vio varias personas prece­derle y entrar en un reputado burdel. Aunque a muchos, de conocerla, sorprendería la elección de aquel lugar para reunir a los carbona­rios barceloneses, no era tan descabellada. En cualquier casa particular las idas y venidas de gentes extrañas podrían provocar la sospecha del vecindario; en un prostíbulo eso se consideraba normal, incluso rutinario.

Roger alcanzó el zaguán y llamó con tres golpes de aldaba. Se descorrió un cerrojo. Por un intersticio en la puerta asomaron los rasgos acecinados de una anciana.

-¡Ah, sois vos, señor escribano! Casi han llegado todos.

La vieja se hizo a un lado y le franqueó el paso. Roger penetro en la casa. Arriba, en alguna habitación, sonaron unas risas.

-¿No os dije que esta noche vuestras pupilas no debían trabajar? Habéis recibido el pago acordado.

-¡Ay, señor! ¿Pensáis que una puede hacer siempre lo que quiere? Han llegado varios corregidores de poblaciones cercanas a tratar sus asuntos y ahora precisan desfogarse un rato. ¿Cómo negarme? No padezcáis; mis chicas los tendrán entreteni­dos, os lo aseguro.

Le había llevado hasta el fondo de la leñera y allí levantó una trampilla oculta hasta el momento bajo unos cestos de hojarasca.

-Bajad.

Roger descendió una angosta escalera y se encontró en el interior de una bodega de paredes encaladas. Sobre su cabeza sonó un golpe, al cerrarse la trampilla. Saludó a los presentes. En efecto estaban todos allí, a excepción de Balsamo. Disponían los elementos del ritual carbonario en el centro de la habitación. Sobre un tajo de madera depositaron clavos y una cruz, símbolo de la justa ejecución del monarca; a su lado el hacha y la sal, con la que cortar y conservar su cabeza. Una corona de espinas representaba el trono usurpado, un trono que sólo podía traer dolor, pues se vería en constante amenaza por el pueblo deseoso de libertad.

Roger contempló los preparativos con cierta preocupación. Le disgustaba la tardanza del italiano. No conocía la ciudad; quizá aquello le hubiera retrasado.

No. Pudo oír cómo retiraban los cestos de la trampilla. Se abrió. Aparecieron por su abertura dos piernas, y tras ellas un hombre, Giuseppe Balsamo. Había sustituido el sombrero de tres picos por otro de ala ancha a la antigua usanza española, ideal para ocultarse bajo su amparo. Pendía de su mano un hatillo.

-Disculpadme. ¿Podemos empezar?

Todos asintieron. Balsamo cerró a sus espaldas. Una vez junto a los demás se despojó de sombrero y capa, los echó a un rincón y se dispuso a trabajar. Deshizo el paquete, que contenía el libro y una espada corta, entre otros objetos.

-Roger, seréis mi ayudante. Necesito alguien más; vos mismo -dijo señalando a uno de los reunidos. Éste aceptó con inquietud en el semblante. Balsamo entregó al escribano el libro; al otro le mandó sujetar un frasco con agua bendita y un vaso de terracota, en el que encendió fuego. Él se reservó la espada-. Debéis permanecer todos dentro del círculo que voy a trazar. Una vez realizada la invocación a los espíritus del aire, se manifesta­rán aquí y esperarán órdenes. El círculo será nuestra única protección; cualquiera fuera de él se expone a la más horrible de las muertes. Recordadlo.

Raspando con la punta de la espada, trazó una circunferencia de unos seis metros de diámetro en la tierra endurecida. A continuación dibujó dos más en su interior. Llenó las franjas entre las líneas con nombres de arcángeles y extraños signos. En el círculo central, en dirección Este, puso «Alfa»; en dirección Oeste, «Omega». Finalizó dividiendo los círculos en cuatro partes con una cruz.

-En nombre de Lucifer, Belcebú y Astarot, señores de todas las criaturas infernales, consagramos este suelo para que sea el baluarte de nuestra defensa, de manera que ningún espíritu maligno pueda traspasar estas fronteras ni dañarnos. Bendice, mi Señor, esta criatura de la tierra, sobre la cual nos apoyamos. Confirma tu fuerza en nosotros, para que ningún adversario pueda hacernos fallar. En el nombre y por los méritos de Satán, amén.

Tomó el agua bendita y roció el suelo.

-¡O angeli! Supradicti estote adjutores mihi petitioni, et in adjutorum mihi, in meis rebus et petitionibus. Yo os invoco y me confío a vosotros, Cafriel y Cassiel, y Machator y Seraquiel, fuertes y poderos espíritus; y por tu nombre, Adonai, Adonai, Adonai; Eie, Eie, Eie; Acim, Acim, Acim; Cados, Cados, Cados; Ima, Ima, Ima; Solay, Ja, Sar...

La solemnidad de la ceremonia se quebró repentinamente. Oyeron un vocerío y pies correr sobre el entablado. Alguien gritó:

-¡Soldados! ¡Huid!

Roger respondió a la advertencia de un modo automático, lanzándose hacia delante. Balsamo lo retuvo del brazo.

-¡Loco! ¡No rompáis el círculo!

Los conspiradores se removieron inquietos dentro de su protección mágica. Estaban atrapados. Percibían a lo lejos fuertes golpes, carreras, el chascar de la puerta al romperse. Balsamo, imperturbable, continuaba su letanía.

-En el nombre de los espíritus que sirven en la séptima milicia, delante de Booel, gran espíritu y príncipe poderoso; y en el nombre de su estrella, que es Saturno, y por su sagrado sello, y por los nombres ya pronunciados, yo te invoco, oh Cassiel, que eres el supremo regidor del séptimo día, que es el Sabbath, y te conjuro para que trabajes para mí y para que atiendas todas mis demandas y deseos, según mi voluntad, para que lleve a buen término mi obra y mi empresa.

Algo removió el aire. Vacilaron las llamas en la terracota. Su humo, hasta entonces una estrecha columna de color blanco, se oscureció y rizó en volutas que llenaron el aire de formas fantásticas.

Arriba, la anciana chillaba. Más golpes. La trampilla tembló y el filo de un hacha empezó a abrirse camino entre sus tablas.

La danzante neblina había adquirido densidad y color. No se detenía. Seguía espirales que se cerraban en el círculo, donde era rechazada. Como si el propio aire exudara un cieno negruzco y hediondo, empezó a solidificarse, a modelar garras, apéndices gelatino­sos, extremidades de articulaciones imposibles. Por un instante dejaba entrever doncellas de expresión lúbrica e invitadora; al siguiente hocicos de sonrisa erizada por los colmillos, rostros hinchados, babeantes, de niños recién nacidos, pero infinitamen­te viejos al tiempo, con el brillo perverso en sus ojos del que ha tenido toda la eternidad para probar los pecados del mundo y ha descubierto que le gustaban.

Alguno de los conjurados cayó de rodillas y se puso a rezar.

Cedió la puerta.

Los soldados se lanzaron en tromba escaleras abajo, enarbolan­do aceros. No pidieron rendición; sólo deseaban una mínima resistencia para justificar el uso de las armas. Alejandro Brismée, se­diento de combate, les arengaba al frente:

-¡Adelante! ¡Demos su merecido a esos traidores a la Corona!

No vio lo que flotaba sobre su cabeza, cerca de la bóveda del subterráneo. Ninguno de los soldados lo hizo. Sólo al sentir un gélido toque en su frente levantó los ojos. Se detuvo, sin comprender la naturaleza de aquel fluido palpitante.

De pronto la cosa descendió a gran velocidad y atrapó a los soldados. Aullidos de dolor ensordecieron sus oídos. En un desesperado esfuerzo por mantener garras y bocas lejos, Brismée tajó con su espada, arrancando fragmentos que en pocos segundos volvían a unirse a la masa principal. Intentó retroce­der. Uno de sus hombres, con medio rostro desollado, cayó a sus pies y le hizo tropezar. Consiguió mantener el equilibrio a duras penas. No podía avanzar; el soldado herido se aferraba a él y suplicaba:

-¡Ayudadme, por favor! ¡No me dejéis aquí!

Brismée se libró del freno con una patada. Corrió a la salida. Jamás consiguió alcanzarla. Aquello le azotó con sus miembros filamentosos y le derribó. Pronto estuvo sobre él. Sujeto de muñecas y tobillos el valón forcejeó inútil­mente. Lloraba, pedía auxilio. Con claro deleite, uñas como cuchillas empezaron a cortar su carne...

Ya que no podían apagar sus gritos, cuando la cosa empezó a devorarlo vivo todos los conspiradores se cubrieron el rostro, negándose a presenciarlo.

Todos menos Balsamo.
 

 

Cobrado un tributo de sangre los espíritus despreciaron la llamada de sus invocantes y volvieron al infierno del que habían escapado. Los supervivientes contemplaron con estupor los cuerpos mutilados, su expresión de horror, las manos crispadas en una súplica desoída. Espesos cuajarones moteaban de rojo la cal de las paredes y ese olor dulzón que sólo se percibe en carnicerías y mataderos impregnaba la estancia. Nadie pidió repetir la ceremonia; habían tenido bastante.

Se dispersaron. Se sabían descubiertos, y así unos se lanzaron al monte para unirse a las partidas de bandidos, y otros tomaron rumbo a la frontera francesa.

Roger, Balsamo y Lorenza embarcaron en la falúa de un pescador amigo y enfilaron hacia las Baleares, en cuyas inmediaciones un barco británico les interceptó. Fueron acogidos a bordo y conducidos hasta Londres. Sir Edward Hales, un viejo poltronati, les avaló; su residencia de Canterbury les sirvió de cobijo. En los meses que permanecieron juntos ninguno quiso hablar de lo sucedido aquella noche. Pero una mañana, en la que el semblante de ambos traslucía sus terribles pesadillas, se pusieron de acuerdo. Tomaron prestado un carruaje a su anfitrión y marcharon a las colinas.

Allí, en una pradera marchita por el cierzo invernal, juntaron algunos haces de leña y los rodearon de piedras. Roger cogió con cuidado el Liber Salomonis de una bolsa. Era la primera vez que lo tocaba en mucho tiempo; aunque ni por un instante lo había apartado de su pensamiento. Por su uso habían contraído una deuda que no sabía si podrían pagar algún día. Algo tenía que hacer para empezar a saldarla.

Enterró el libro en la leña y prendió fuego. Las llamas se aferraron a las cubiertas e introdujeron sus hocicos curiosos entre las páginas.

Ardió lentamente, como deben hacerlo los condenados.

 

TU NO SABES LO QUE ES SER ESCLAVO

Efrén Rebolledo

Tú no sabes lo que es ser esclavo

de un amor impetuoso y ardiente

y llevar un afán como un clavo

como un clavo metido en la frente.

 

Tú no sabes lo que es la codicia

de morder en la boca anhelada,

resbalando su inquieta caricia

por contornos de carne nevada.

 

Tú no sabes los males sufridos

por quien lucha sin fuerzas y ruega,

y mantiene sus brazos tendidos

hacia un cuerpo que nunca se entrega.

 

Y no sabes lo que es el despecho

de pensar en pensar en tus formas divinas,

revolviéndome solo en mi lecho

que el insomnio ha sembrado de espinas.

La boda de Aspasia y Pericles

por Publio Cornelio

¿Una escenificación de una boda hace 2500 años o una crónica actual?

 

Escena 1ª.

Se sube el telón y aparecen dos mujeres, con peplos y cinturón.

Cypris.- ¡Qué nervios, qué nervios! Se acerca el momento, por fin, después de largos meses de espera, en que podremos acercar el lutróforo a la novia de nuestro gran Pericles.

Areté.- Todos esperan impacientes este momento, sí. Pero la patria...

Cypris.- ¡Ay, mujer, qué cosas! Todo el mundo discurriendo sobre el vestido de la novia, su peinado, sus sandalias, el coche que la llevará y traerá, los invitados, los aedos que asistirán y cantarán después lo relacionado con esta boda y tú hablando de la patria. ¡Himeneo, himeneo, oh himeneo! ¡Cuánto he soñado con el momento en que acercaría este lutróforo a nuestra milesia, nuestra simpática e inteligente Aspasia, la que será cualquier día la primera dama de nuestra Atenas! ¡Qué dicha la mía, asistir al momento en que la novia se lava, con agua de la fuente Calíroe, y se deposita en este ánfora como recuerdo perpetuo!

Areté.- Muy contenta estás con tu misión, pero recuerda que esta ceremonia de purificación se realiza siempre con nuestras doncellas. Y esta ya ha probado las mieles del himeneo, y ha llenado un lutróforo, ¿dónde parará este?

Cypris.- ¡Es tan romántico! Ya me la imagino acercándose solemne, entre sus nuevas criadas, desvistiéndose de sus preciadas prendas y lavándose con esmero, mientras sueña en su barbado Pericles, nuestro gran timonel, el futuro de nuestra ciudad. Y pensar que yo, simple mortal, asistiré a semejante escena y podré contarla a mis hijos. Guardaré ese momento en mis pupilas toda mi vida. ¡Himeneo, oh himeneo!

¡Ah, no te lo dije! Aspasia siente hacia mí una atracción particular. Me ha dicho que soy su esclava favorita.

Areté.- Ve diligente y no llegues tarde, pues te espera tu nueva señora para tan singular acto.

Se despiden. Areté sale por la derecha. Cypris sale de la escena por la izquierda con el lutróforo y vuelve por la derecha.

Cypris.- ¡Oh, qué contenta estoy de haber presenciado esta escena, con la inteligente y muy experimentada Aspasia! Qué sabiduría la suya, qué consejos nos daba a las demás. Cuán diferente es de todas las demás mujeres que cuando se acercan a las nupcias reciben consejos y se limitan a llevar sus muñecas y sus juguetes a la diosa Artemisa. ¡Oh, cuánto sabe esta, que ya no tiene juguete alguno que llevar! ¡Qué ejemplo tan sublime!

Camina un poco y se sienta cansada debajo de un árbol, dejando el lutróforo contra una piedra.

Cypris.- No sé si echar una pequeña siesta, antes de proseguir mi camino. La verdad, este lutróforo lleno me pesa bastante.

Cypris queda dormida. Se acercan dos niños –paides- de unos seis o siete años, con cara de traviesos. Al ver a la mujer dormida y el lutróforo a su lado, deciden hacer puntería.

Pais 1.- He acertado todo, fíjate. Fissssh.

Pais 2.- Yo también. Pissssh.

Como Cypris parece despertarse, salen corriendo.

Cypris.- Me voy corriendo. El banquete va a empezar y no puede hacerlo sin mí. Además, así podré ver cómo entran las grandes personalidades que han prometido asistir a este matrimonio, venidas de los lugares más insospechados. ¡Himeneo, himeneo, oh himeneo!

Se le unen seis mujeres más con antorchas y un tañedor de óboe, acercándose a la casa de un conocido sofista, donde se desarrollará el banquete, al no poderse contar con el padre de Aspasia, no ateniense.

Cypris.- Paso, paso a la portadora del lutróforo, que recoge las aguas de la purificación de la novia. Paso al símbolo de las virtudes de nuestra simpar Aspasia, la futura esposa del barbado Pericles.

El cortejo penetra en la casa, decorada con guirnaldas y ramos de laurel y cae el telón.

Escena 2ª.

Aparece un joven matrimonio que sale de la casa donde se ha celebrado el banquete.

Polemón.- ¡Qué banquete más suculento! ¡Qué invitados!

Melanipa.- ¿Y las joyas? ¿Qué me dices de las joyas, que ni Midas lució nunca otras iguales? ¿Y los vestidos? ¡Qué finura, qué transparencias, qué sutileza, qué cromatismo! ¡Y las sandalias! ¿Quién vio semejante pedrería en unas sandalias?

Polemón.- Nos hemos codeado con lo mejor del mundo civilizado: Mileto, Samos, Lesbos, Quíos, Esparta, Corinto, Argos, Efeso, Chipre... hasta del mismo Egipto. Toda clase de autoridades civiles y militares, a los que hemos de añadir nuestros sacerdotes más afamados, que no han querido perderse este acontecimiento del siglo.

Melanipa.- ¿Y qué me dices, mi querido Polemón, cuando el adivino se ha acercado al lutróforo, lo ha mirado, lo ha olfateado y ha pronunciado su vaticinio? ¡Ha sido fantástico! ¡Unir la felicidad que se trasluce de las aguas del lutróforo, con la felicidad

de la patria gobernada por tan buen estadista y tan inteligente esposa! ¡Qué agudeza, qué cúmulo de cosas buenas, cual cuerno de la abundancia, nos esperan!

Polemón.- Sí, todos opinábamos lo mismo. La unanimidad ha sido impresionante, y será cantada por los aedos de ciudad en ciudad, de corte en corte, para orgullo de nuestro Estado, el más democrático de todos, faro de la civilización y motor de una nueva era de la ilustración, de la que serán portaestandartes señeros los novios que hoy comenzarán a probar las mieles del tálamo nupcial, entre ellos. Solo han faltado dos, Artemisa y Areté, que ni han querido asistir ni han presentado escusa alguna para hacerlo. Pero para nada se les ha echado de menos, con la amenidad de la conversación de Afrodita y de Atenea, las amigas de la novia.

Salen más invitados y comienza a formarse la procesión que conducirá a los novios a casa de Aspasia. Esta lleva un velo de color violeta, mientras que Pericles se ha puesto el flamíneo por el cuello, cual gorro frigio venido a menos y convertido en cachirulo. Se ha apostado delante de la casa un carro tirado por dos mulas. A él se suben Pericles y Aspasia, sonrientes, saludando a todos los que se han agolpado para ver semejante espectáculo, mientras Anaxágoras se pone a las riendas. Todos los asistentes se ponen en dos filas, portando sus antorchas. Encabeza la marcha Afrodita, seguida de Cypris con el lutróforo. Le sigue el carro; luego los padres de la novia, con sus respectivos acompañantes, los invitados, los aedos, los sacerdotes délficos y no délficos, los adivinos y pitonisas. Salen por la derecha. Al fondo, se levanta otro telón y se escucha un coro de ancianos.

Coro.- ¡No, no, atenienses! ¿Qué hacéis portando con tanto candor y estima el contenido del lutróforo! Y tú, adivino de pacotilla, ¿qué vaticinio es ese, de tan amargo sabor? ¡Mal presagio si el destino de nuestra patria está unido al de esta pareja, si se ha deducido del agua del lutróforo! ¡Alerta, ciudadanos, alerta! Les guía el carro Afrodita, que parece su preferida y no ha asistido Artemisa, ni tampoco Areté. ¡Alerta, ciudadanos, alerta! Las mieles de ahora, serán más tarde hieles.

Se baja el telón.

Escena 3ª.

Reciben a la comitiva los padres de Pericles, él con una rama de mirto en la cabeza, ella con una tea. Los amigos lanzan nueces e higos sobre los novios, que sonríen alborozados, mientras reciben algún que otro impacto en la cabeza. Afrodita, corriendo, les acerca un trozo de tarta nupcial, hecha con sésamo y miel, con dátiles, al cruzar el umbral de la puerta. Ambos lo prueban, mientras sonríen alborozados los sabios padres de Pericles, pensando en los descendientes que les esperan. Todos ríen entre dientes, menos Afrodita, que lo hace sin disimulo, mientras le guiña el ojo a la astuta Aspasia.

Los amigos del novio y los de la novia penetran en la casa de Anaxágoras. La música les acompaña mientras todos observan cómo la pareja se acerca a la cámara nupcial.

Cypris.- ¡Ya llegan, ya llegan! Dejaré el lutróforo en la cámara para que puedan contemplarlo en el momento en que queden solos. ¡Oh himeneo, oh himeneo! ¡Oh tálamo, oh tálamo, oh tálamo nupcial!

El mejor amigo de Pericles, Héctor, vigila la puerta de la cámara y ahí permanecerá mientras ellos estén ahí dentro. Los demás amigos recitan himnos, canciones y gritan jubilosos. Los padres de Pericles, lloran. Los padres de Aspasia y sus respectivos, no se creen tanta felicidad, tanto protagonismo. ¡Y pensar que sus nombres irán de boca en boca, de oreja en oreja, por todos los reinos y por todas las cortes civilizadas! ¿Quién podría imaginarse eso, allá, en Mileto? Serán la envidia de toda Jonia, evidentemente.

Al cabo de unos minutos, se oye un estruendo en el interior de la cámara nupcial. A él le siguen gritos, que ceden, que se mezclan con las canciones de los amigos y las risotadas de todos. No queda muy claro qué es lo que sucede, pero todos deciden marcharse poco a poco, dejando a Héctor ante la puerta de la cámara nupcial. Un líquido de color indefinido sale por debajo de la puerta.

Al fondo, vuelve a aparecer el coro, vestido ahora con túnicas negras.

Coro.- Atenienses, atenienses, os lo habíamos advertido. El lutróforo ha sido derramado y la verdad ha quedado manifiesta. ¿Qué habéis hecho? ¡Marcharos entre risas y jolgorio, mientras los pedazos del lutróforo yacen por el suelo y el símbolo de la virtud ha sido derramado! ¡No penséis que esto no tendrá consecuencias, atenienses! ¡La desdicha se cierne sobre vuestras cabezas! Las sandalias en formación procedentes del sur, ya se oyen en mis oídos. Mientras avanzan, vosotros reís y celebráis con cantos el nuevo himeneo. ¡Oh insensatos!

Aparecen Cypris y Areté en escena.

Cypris.- ¿Te marchas, en una noche como esta?

Areté.- Me marcho, precisamente en una noche como esta.

Cypris.- ¿Volverás pronto?

Areté.- Volveré cuando se me reclame. No veo sitio para mí en esta Atenas, en las que el máximo responsable ha contravenido las leyes y las normas más elementales. Tú estás muy contenta con todo esto, pero yo no.

Cypris.- ¿Y cómo no voy a estarlo después de todo lo que ha sucedido, presagio de tanta felicidad para todos? ¡Se quieren tanto!

Areté.- El tiempo dirá lo que deba de decir. Pero los adivinos se equivocan, y los aedos a sueldo no son de fiar. Los que hoy han aplaudido, mañana no lo harán. Tú misma, que tanto te envaneciste de portar el lutróforo, descubrirás la verdad a no tardar mucho.

Cypris.- Vete, porque veo que tienes envidia de mi cometido, y de la felicidad de estos novios. No te necesitamos a ti, Areté, ni a tus amistades para ser felices. Ya tenemos el camino que Aspasia y sus amigos nos marcan, para conseguir la felicidad de nuestra querida Atenas. Vete, o tus palabras sonarán a traición, en esta noche en que todo el mundo celebra el nuevo matrimonio.

Areté.- Me voy, patria mía, a donde quiera que me deseen albergar.

Se baja el telón y se hace de noche en Atenas. Por debajo del telón, se ve cómo discurre un hilillo de líquido, de un color indefinido.

·- ·-· -··· ·· ·-·
Publio Cornelio

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